Abrazos de helado: familia feliz
El mundo está hecho de abrazos, de la dulzura del tiempo compartido, de los sueños que se entrelazan bajo el cielo colorido de las estaciones, de las historias que se cruzan y los momentos que nos arrancan carcajadas. Y toda la vida, esa que recordamos entre suspiros, comienza con una familia. Ahora bien, esta sentencia parte de reconocer familia toda fuente de amor, compromiso y saber, toda mano tendida para cuidar, apoyar y guiar, toda sonrisa de orgullo, toda palabra de aliento, todo empujoncito de valor, y todo consuelo frente a la adversidad.
El mundo hace que nuestras historias discurran por derroteros imprevisibles, pero nos da la compañía que necesitamos. El destino nos entrega una suerte de mapa transfigurado en personas que llamamos familiares, que nos ayudan y que portan sus propios mapas. Pero no tropezamos solos, no celebramos solos, tenemos asegurado un abrazo y un consejo; y, a la vez, ofrecemos esa seguridad… porque en dar y recibir, en compartir nos va la vida y la alegría.
Sin embargo, hablar de familia y alegría, no hace sino traernos a la mente cierto postre cuya paradoja subyace en darnos calor al alma aún tratándose de un dulce que existe en estado de congelación. Y es que sí, los helados nos remiten a experiencias innegablemente familiares, a esa primera vez, que, de niños, lo probamos y quedamos embriagados de aquel frío dulzor que nos recorría el paladar, nos lleva a otroras tardes de verano, a el ansiado postre tras cenas y celebraciones, a citas, a un pasado feliz que pervive en nuestro especial gusto por este manjar.
Porque el helado no es solo un postre. Es una pausa. Un lenguaje. Un puente invisible que une generaciones, memorias y afectos. En cada cucharada hay algo más que sabor: hay historia, hay hogar; hay -definitivamente- familia.
Y sin pretenderlo, atraviesa toda nuestra vida, contándola en fragmentos dulces de nuestra trama familiar, en álbum sensorial de recuerdos sabrosos. Por ejemplo, en la infancia, el helado es promesa. Es la recompensa tras un día largo, el premio por una buena nota, el consuelo tras una caída. Es el sabor que se queda pegado a los veranos, a los cumpleaños, a las manos pegajosas de los primos corriendo por el patio. Y cuando crecemos, ese sabor no se olvida: se transforma en nostalgia, en relato, en herencia.
Pues este dulce nos invita siempre a viajar a memorias positiva y conversaciones que empiezan con ¿de que sabor lo quieres? o ¿cuál vas a probar? Por efímeros instantes el helado ostenta el poder de detener el tiempo y convertir lo cotidiano en celebración. Estas delicias pueden reunir a la familia sin necesidad de pretextos, porque no hace falta una ocasión especial para compartir un helado; el helado mismo es la ocasión.
En ese sentido, nuestra casita rosada de tocado blanco y herrumbres azules, es eso, una casita, un hogar, un escenario seguro para los recuerdos y los abrazos apretados en torno al helado. Trascendiendo entonces lo comercial, lo marcario, o transaccional, para convertirse en sede de emociones, en catalizadora de sentimientos y templo dulce del cariño.
Ela & Paleta deviene entonces en el espacio donde se cruzan generaciones, donde se construyen memorias, donde se celebra la vida con una cucharita en la mano, o un cono, o una paletica, o incluso un vaso de batido…
Y para celebrar la familia y su predilección por ese sabroso postre recuperamos, de nuestro anterior verano, el pasaporte familiar. Este pasaporte nos lleva a un viaje, sí, pero por experiencias deliciosas, por eventos veraniegos en nuestra heladería pensados para el disfrute de toda la familia, sobre todo de los peques. Al final de la temporada estival tendremos una emotiva ruta marcada por el helado en nuestro pasaporte al afecto, y si acompañamos todo el viaje, habrá un tesoro al final del mapa.
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